Canción para acompañar el texto: En un rincón del alma - Chavela Vargas
Me despertó el repique de las campanadas de las torres de
la parroquia: agonías. Conozco a la perfección el tañido de la muerte. El
fúnebre redoble que ejecutan las campanas al fallecer una persona… El abuelo.
Ese viejo arrugado y enjuto que ayer lleno de vigor y fortaleza me aconsejó
ante la falta de un padre dejó de existir en tierra ajena, tierra roja que
alguna vez sintió cercana pero que nunca pudo amar. Una persona que entrega su
carne diariamente a la melancolía de la espuma del mar no puede jamás volver a
amar la tierra.
Llegó en la temporada de lluvias y el aroma a tierra mojada –su favorito- le envolvía el pensamiento recordando el sonido del oleaje del océano y los muebles rústicos de su casita a cuatro cuadras del pacífico. Las gotas de agua que azotaban el zaguán complementaban la pena de su rostro cansado y pesaroso, mientras que el vaivén de sus pies en la mecedora blanca podría cortar la humedad del aire como igual pudiese hacerlo un cuchillo sin filo alguno. Y aunque ya casi no hablaba, sus ojos, profundamente dolorosos, expresaban los anhelos de su alma.
Sabía que estaba viejo y triste. A sus ochenta y seis el corazón se le había quedado en Bahía de Kino, nomás lo trajeron a este pueblo pinchurriento a morirse de tristeza. Sólo vino a evocar recuerdos de la pesca en la costa de Sonora, de sus bebidas traídas de Oaxaca y del vicio –así decía él- a la mujer por setenta años; pero también a dejar la remembranza de su sabiduría popular, el gusto por el mezcal y la afición por el sentimiento musical de Chavela Vargas. Y es que antes decía tantas cosas.
El abuelo decía tantas cosas, tantas que algunas se quedaron en aquel pequeño pueblo pesquero del Mar de Cortés sobre la vieja mesa de madera pintada de azul celeste tras las largas partidas de damas y dominó, otras tantas que recuerdo vagamente y otras más que en cada sorbo me queda la recapitulación tal como si me las dijera al oído en el cervecero calor sonorense:
-No sea, pendejo, m’ijo, así no se toma el mezcal –decía con su acento norteño de voz de terciopelo y aguardiente- si le quiere sacar el diablo, chíngueselo así nomás, a lo baboso; pero allá usté. Esta es bebida mística, respétela y la madre tierra lo respetará a usté. Esto se toma a besos y no a tragos. ¡Ándele, así mero, chingao, qué le cuesta!
Aún sigo sin entender el capricho de sus hijos por traerlo a este pueblo alejado de la mano de dios y de los hombres. Pueblo ladrillero de cerro gordo, parroquia y plaza, pueblo húmedo y mujeres hermosas, pero sobretodo, pueblo ladrillero de cerro gordo, parroquia y plaza; pueblo húmedo alejado de la mano de dios y de los hombres.
Con todo y eso, valía la pena ver la reminiscencia en sus ojos de las viejas pláticas en las playas del Golfo de California.
Llegó en la temporada de lluvias y el aroma a tierra mojada –su favorito- le envolvía el pensamiento recordando el sonido del oleaje del océano y los muebles rústicos de su casita a cuatro cuadras del pacífico. Las gotas de agua que azotaban el zaguán complementaban la pena de su rostro cansado y pesaroso, mientras que el vaivén de sus pies en la mecedora blanca podría cortar la humedad del aire como igual pudiese hacerlo un cuchillo sin filo alguno. Y aunque ya casi no hablaba, sus ojos, profundamente dolorosos, expresaban los anhelos de su alma.
Sabía que estaba viejo y triste. A sus ochenta y seis el corazón se le había quedado en Bahía de Kino, nomás lo trajeron a este pueblo pinchurriento a morirse de tristeza. Sólo vino a evocar recuerdos de la pesca en la costa de Sonora, de sus bebidas traídas de Oaxaca y del vicio –así decía él- a la mujer por setenta años; pero también a dejar la remembranza de su sabiduría popular, el gusto por el mezcal y la afición por el sentimiento musical de Chavela Vargas. Y es que antes decía tantas cosas.
El abuelo decía tantas cosas, tantas que algunas se quedaron en aquel pequeño pueblo pesquero del Mar de Cortés sobre la vieja mesa de madera pintada de azul celeste tras las largas partidas de damas y dominó, otras tantas que recuerdo vagamente y otras más que en cada sorbo me queda la recapitulación tal como si me las dijera al oído en el cervecero calor sonorense:
-No sea, pendejo, m’ijo, así no se toma el mezcal –decía con su acento norteño de voz de terciopelo y aguardiente- si le quiere sacar el diablo, chíngueselo así nomás, a lo baboso; pero allá usté. Esta es bebida mística, respétela y la madre tierra lo respetará a usté. Esto se toma a besos y no a tragos. ¡Ándele, así mero, chingao, qué le cuesta!
Aún sigo sin entender el capricho de sus hijos por traerlo a este pueblo alejado de la mano de dios y de los hombres. Pueblo ladrillero de cerro gordo, parroquia y plaza, pueblo húmedo y mujeres hermosas, pero sobretodo, pueblo ladrillero de cerro gordo, parroquia y plaza; pueblo húmedo alejado de la mano de dios y de los hombres.
Con todo y eso, valía la pena ver la reminiscencia en sus ojos de las viejas pláticas en las playas del Golfo de California.
Siempre tenía la razón, decía tantas cosas que era
imposible ganarle una discusión. Contestaba perfectamente y con la sabiduría
que sólo una vieja historia sobre la curva de la espalda llena de éxitos y
fracasos, acaso más de estos últimos, podía definir con una humildad
impresionante. En verdad tenía la respuesta perfecta a todo. La vez que su hijo
mayor, mi tío, inició un romance con la esposa de su mejor amigo, aprovechando
que toda la bahía estaba enterada, aventé la pregunta al compás de la mula de
seises abriendo los decimales:
-¿Oiga, qué piensa de lo de mi tío con la vieja de Esteban?
Poniendo el seis/tres sobre la mesa respondió sin inquietarse:
-Apúntale quince. Mira, Abraham, la calentura es cabrona, más cuando la vieja está así de buena, pero hay ocasiones en que es mejor dedicarle una puñeta que cogértela. Aprende de las pendejadas de tu tío y de este viejo que te habla, no porque te quedes sin amigos, total, esos ni existen, sino pa’ cuidar la vida, m’ijo: no sabes si el otro cabrón te va a meter un escopetazo y te vas a chingar a tu madre. Seis/dos y apúntale otros cinco.
Una carcajada y veinte puntos abajo no pude más que asentir y darle un beso a las perlas que inundaban mi copa.
Cuando eliges la ropa que habrás de usar para el funeral de una de las personas que más ha marcado tu vida es sumamente difícil no derramar las lágrimas. A esas alturas las nubes de mis sollozos se derramaban hasta la comisura de mis labios donde la sal de mi llanto se saboreaba al igual que el piélago que muchas veces bebimos sin querer cuando me enseñó a nadar. Igual de complicado es no hacer alusión a tantas cosas que decía el abuelo, más al tomar la corbata que me regaló después de usarla cuando cantó “En un rincón del alma” en el entierro de la abuela:
-Fíjate bien en el ataúd, m’ijo, los muertos siempre regresan. No en la misma persona, claro, pero siempre que uno muere, otro más llega en el mismo círculo para ocupar su lugar. La vida es muy sabia, es un ciclo perpetuo.
Nunca pensé que esa misma corbata usaría yo para su propio funeral. De verdad que es muy difícil evitar el llanto y no recordar a ese ser querido cuando te tienes que vestir de acuerdo a la ocasión de su eterna despedida. Recuerdos, sólo recuerdos.
En esta tierra infame sólo perdura en mi memoria una imagen de aquel hombre jovial y de espíritu encendido, la única razón que lograba sobresaltar su aparente calma, su interminable vicio: la mujer…
Apareció repentinamente en esa casa, en un momento exacto, cual estrella fugaz que uno observa en el preciso momento de voltear a ver al cielo en noches de noviembre. El reloj se detuvo. En su andar de cámara lenta con sutil sensualidad caminó como elevándose entre nubes: las zapatillas de tacón torneaban sus piernas de manera excepcional en el pequeño vestido negro que aprisionaba ajustadamente su cadera y un escote que apenas contenía la redondez y firmeza de sus senos; el bronceado de su piel de caramelo enmarcaba el cuadro más perfecto en sus ojos almendrados de gitana, todo complementado en el azabache de su cabello lacio al hombro; y un aroma de algodón de azúcar que terminaba de adornar a esa diosa de un olimpo terrenal que entró en la casa para volver a darle normalidad al paso del tiempo.
-¿Quién es esa, m’ijo? –preguntó emocionada la voz resquebrajada del abuelo.
-Se llama Ángela, es la esposa del ladrillero que vive a la vuelta de la plaza. Seguro viene por los intereses del préstamo pa’ la casa.
-Esa es hembra de buen ganado, eh. Ya no hay de esas. Si por mí fuera, nomás por el placer de echarme el taco de ojo, ni intereses le pagaba a la cabrona.
Pese al cuerpo viejo, la mente rejuveneció de botepronto, la cansada edad no parece ser obstáculo cuando una fragancia de algodón de azúcar te envuelve los sentidos. Hace un par de años ya de eso y fue la última vez que pude ver su antigua vitalidad.
Volví a enjugar mi rostro para salir rumbo a la funeraria. Un velorio común y corriente en este pueblo ladrillero acaso más corriente que común: seis señoras rogando por su alma correteando avesmarías y padresnuestros, un conjunto norteño descuadrado por allá y por acá el mariachi más desafinado; las mismas condolencias: “lo siento mucho, Abraham, yo sé que era un padre para ti”, “era tan bueno”, “y pensar que antier lo vi ahí en la mecedora”…
Me asomé al féretro para verlo por última vez al recordar que “los muertos siempre regresan” y gratamente me sorprendió la sonrisa en su rostro. Él ya no sonreía, seguro que el maquillista hizo un buen trabajo en el rigor mortis del semblante del viejo.
Transcurrió el velorio entre tazas de café con piquete de mezcal y mezcal con piquete de café, una caja de cigarros y una madrugada interminable en la humedad de este pueblo pinchurriento. Para cumplir su voluntad de descansar en Sonora es más fácil cremarlo que llevar el cadáver hasta allá para inhumarlo, así que misa de cuerpo presente y a llevar sus restos al crematorio para enterarte que el maquillista no pudo modificar la sonrisa del abuelo, así murió y así quedó.
Al momento de entregarme la urna con sus cenizas el tiempo se detuvo y el ambiente se sofocó en la esencia de algodones de azúcar. Como en cámara lenta con su paso firme y seductor Ángela se acercó dándome el pésame y disculpándose por apenas enterarse. Llevaba con ella a un niño de alrededor de un año y podría cortarme un huevo y la mitad del otro si el pequeño no tenía la misma cara del difunto.
Vaya que en su perfección la vida es sabia y ciclo perpetuo. Todos pueden pensar lo que quieran, lo único que yo sé es que el abuelo decía tantas cosas.
-¿Oiga, qué piensa de lo de mi tío con la vieja de Esteban?
Poniendo el seis/tres sobre la mesa respondió sin inquietarse:
-Apúntale quince. Mira, Abraham, la calentura es cabrona, más cuando la vieja está así de buena, pero hay ocasiones en que es mejor dedicarle una puñeta que cogértela. Aprende de las pendejadas de tu tío y de este viejo que te habla, no porque te quedes sin amigos, total, esos ni existen, sino pa’ cuidar la vida, m’ijo: no sabes si el otro cabrón te va a meter un escopetazo y te vas a chingar a tu madre. Seis/dos y apúntale otros cinco.
Una carcajada y veinte puntos abajo no pude más que asentir y darle un beso a las perlas que inundaban mi copa.
Cuando eliges la ropa que habrás de usar para el funeral de una de las personas que más ha marcado tu vida es sumamente difícil no derramar las lágrimas. A esas alturas las nubes de mis sollozos se derramaban hasta la comisura de mis labios donde la sal de mi llanto se saboreaba al igual que el piélago que muchas veces bebimos sin querer cuando me enseñó a nadar. Igual de complicado es no hacer alusión a tantas cosas que decía el abuelo, más al tomar la corbata que me regaló después de usarla cuando cantó “En un rincón del alma” en el entierro de la abuela:
-Fíjate bien en el ataúd, m’ijo, los muertos siempre regresan. No en la misma persona, claro, pero siempre que uno muere, otro más llega en el mismo círculo para ocupar su lugar. La vida es muy sabia, es un ciclo perpetuo.
Nunca pensé que esa misma corbata usaría yo para su propio funeral. De verdad que es muy difícil evitar el llanto y no recordar a ese ser querido cuando te tienes que vestir de acuerdo a la ocasión de su eterna despedida. Recuerdos, sólo recuerdos.
En esta tierra infame sólo perdura en mi memoria una imagen de aquel hombre jovial y de espíritu encendido, la única razón que lograba sobresaltar su aparente calma, su interminable vicio: la mujer…
Apareció repentinamente en esa casa, en un momento exacto, cual estrella fugaz que uno observa en el preciso momento de voltear a ver al cielo en noches de noviembre. El reloj se detuvo. En su andar de cámara lenta con sutil sensualidad caminó como elevándose entre nubes: las zapatillas de tacón torneaban sus piernas de manera excepcional en el pequeño vestido negro que aprisionaba ajustadamente su cadera y un escote que apenas contenía la redondez y firmeza de sus senos; el bronceado de su piel de caramelo enmarcaba el cuadro más perfecto en sus ojos almendrados de gitana, todo complementado en el azabache de su cabello lacio al hombro; y un aroma de algodón de azúcar que terminaba de adornar a esa diosa de un olimpo terrenal que entró en la casa para volver a darle normalidad al paso del tiempo.
-¿Quién es esa, m’ijo? –preguntó emocionada la voz resquebrajada del abuelo.
-Se llama Ángela, es la esposa del ladrillero que vive a la vuelta de la plaza. Seguro viene por los intereses del préstamo pa’ la casa.
-Esa es hembra de buen ganado, eh. Ya no hay de esas. Si por mí fuera, nomás por el placer de echarme el taco de ojo, ni intereses le pagaba a la cabrona.
Pese al cuerpo viejo, la mente rejuveneció de botepronto, la cansada edad no parece ser obstáculo cuando una fragancia de algodón de azúcar te envuelve los sentidos. Hace un par de años ya de eso y fue la última vez que pude ver su antigua vitalidad.
Volví a enjugar mi rostro para salir rumbo a la funeraria. Un velorio común y corriente en este pueblo ladrillero acaso más corriente que común: seis señoras rogando por su alma correteando avesmarías y padresnuestros, un conjunto norteño descuadrado por allá y por acá el mariachi más desafinado; las mismas condolencias: “lo siento mucho, Abraham, yo sé que era un padre para ti”, “era tan bueno”, “y pensar que antier lo vi ahí en la mecedora”…
Me asomé al féretro para verlo por última vez al recordar que “los muertos siempre regresan” y gratamente me sorprendió la sonrisa en su rostro. Él ya no sonreía, seguro que el maquillista hizo un buen trabajo en el rigor mortis del semblante del viejo.
Transcurrió el velorio entre tazas de café con piquete de mezcal y mezcal con piquete de café, una caja de cigarros y una madrugada interminable en la humedad de este pueblo pinchurriento. Para cumplir su voluntad de descansar en Sonora es más fácil cremarlo que llevar el cadáver hasta allá para inhumarlo, así que misa de cuerpo presente y a llevar sus restos al crematorio para enterarte que el maquillista no pudo modificar la sonrisa del abuelo, así murió y así quedó.
Al momento de entregarme la urna con sus cenizas el tiempo se detuvo y el ambiente se sofocó en la esencia de algodones de azúcar. Como en cámara lenta con su paso firme y seductor Ángela se acercó dándome el pésame y disculpándose por apenas enterarse. Llevaba con ella a un niño de alrededor de un año y podría cortarme un huevo y la mitad del otro si el pequeño no tenía la misma cara del difunto.
Vaya que en su perfección la vida es sabia y ciclo perpetuo. Todos pueden pensar lo que quieran, lo único que yo sé es que el abuelo decía tantas cosas.
Texto: Jesús Cáñez.
Imagen: Google.
Canción: En un rincón del alma (Interpretado por Chavela Vargas)
Sígueme en Twitter: @ochosieteuno_