La vida nunca ha sido fácil en Bahía de Banderas, menos en San Juan de
Abajo. Se necesita siempre de la lluvia, decía el mayor de los Clemente. Aunque
no como la que dejó el año pasado el huracán, exponía.
Para sobrevivir, el padre de Maclovio tenía que ir diariamente al Río Ameca a
pescar camarones, los cuales vendía los domingos en el mercado del mar en
Puerto Vallarta. Pretexto mínimo que buscaba Maclovio a sus tiernos nueve años
para sentarse en el pequeño teatro de los arcos del malecón a ver los payasos.
Después de todo, en 2003 alcanzaba con una moneda de diez pesos para una
refrescante agua de tuba y unos duros de harina con salsa. Bendita infancia
transcurrida en las calles sin pavimentar, rodeadas por esas casas de adobe
pintado de blanco y adornadas de tejas. Bendita infancia en el sencillo camino
de palmas cocoteras hacia la escuela. Bendita infancia que no le permitía
concebir que la vida nunca ha sido fácil en Bahía de Banderas, menos en San
Juan de Abajo, Nayarit.
La luz rayaba la clase de historia, la primera de aquel lunes veintisiete de
septiembre cuando la vida de Maclovio Clemente cambiaría drásticamente al
abrirse la puerta del salón. Por el fallecimiento del ilustre don Ernesto, su
ahijada, de padres mexicanos de los Altos de Jalisco y nacida en Estados
Unidos, llegó a parar a la Héroes de Nacozari. Era la viva imagen de un
querubín: dorados caireles hasta los hombros, pómulos pálidos como papel,
rosados labios de infancia pura y ojos azules como amanecer marítimo en
solsticio invernal. Un ángel de nombre Leonor.
Después de su breve presentación, fue situada en el mesabanco de la izquierda
en contraesquina de él. Lugar perfecto para admirar la nívea piel del ángel
recién llegado de Tenesí bajo la mirada celosa de Armida, la mejor amiga de
Maclovio. Esa mirada que tienen los niños cuando quieren el juguete de otro. O
la que aparece elocuentemente cuando alguien roba su atención.
El día académico concluyó. Al llegar a casa, el niño se encerró en su cuarto.
Tres llamadas a comer por parte de su madre no bastaron. Y cómo, si lo único
que pensaba, comía, bebía y respiraba llevaba por nombre Leonor. Era muy grande
ese hueco en el estómago y ese vuelco en el pecho para entender que era amor.
Fue tanto su embeleso que ni siquiera esa noche salió a jugar a las traes con
Armida, quien nuevamente sentía en su interior ese recelo de niño abandonado,
esa tristeza que sólo una mirada de infante puede describir.
Fue hasta la segunda semana de octubre cuando accidentalmente le dirigió la
palabra. O mejor dicho, ella a él. En la hora del receso Maclovio advirtió que
había olvidado los cinco pesos para su desayuno. El columpio de la escuela bajo
el inclemente sol nayarita dejó de balancearse cuando ella venía a su
encuentro. La hija del heredero de don Ernesto invitó al niño una gordita y un
jugo de manzana. Pudo más el hambre que la vergüenza y aceptó gustoso el
banquete de la hora del recreo. Un caballero no debe de desairar a una dama,
alguna vez había escuchado. El inicio perfecto que por circunstancias del
destino o del amor, él no se atrevió a afrontar.
La mañana siguiente, Maclovio llegó temprano a la primaria para dejar su dulce
favorito, un mazapán, en el mesabanco de Leonor. Y los días sucesivos.
Siempre bajo la expresiva mirada de la ya solitaria Armida, los desayunos
transcurrieron a la hora del recreo .Los mazapanes y las pláticas de media hora
con Leonor, donde supo que vivía en la casa de don Amador, abuelo de la
pequeña, a tres cuadras de la suya, afianzaban el amor y la amistad de la
pureza de la infancia.
Un mediodía de domingo, Armida apareció en su casa para invitarlo por el
cumpleaños de su hermana a las playas de Bucerías. Maclovio se negó. Apenado
pidió disculpas, pero iba a ir al malecón de Puerto Vallarta con la familia de
Leonor a ver los payasos. Incluso ya había comprado un mazapán. Armida, más
sentida que molesta, desencajando nuevamente el brillo de sus ojos como quien
ve perdida su pertenencia más valiosa, se fue sin decir más a celebrar el
cumpleaños de su hermana. No era necesario decir más, sus ojos expresaron lo
que las palabras nunca podrían hacer.
La tarde transcurrió en Vallarta conel oleaje pegando y rompiendo en el
malecón, el ocaso vistiendo de colores el cielo al horizonte del Pacífico, las
risas causadas por los mimos y payasos, los duros de harina con salsa, las
aguas de tuba y las envolturas con migajas de mazapán.
El mazapán ya estaba en el mesabanco de Leonor cuando la clase de historia del
lunes empezó con la ausencia de Armida. Mañana no habrá clases, sentenció
temblando la maestra con la voz entrecortada, su compañera Armida González,
dijo, rompiendo en llanto, falleció ahogada ayer en las playas de Bucerías,
iremos en el camión de la escuela al funeral, remató tratando de contener el
aliento. Maclovio sintió que el alma se le iba del cuerpo, con dos sollozos no
pudo contener más la laguna de lágrimas que empapó su rostro. Otro vuelco en el
pecho. Otro hueco en el estómago. Un vacío por no pasar sus últimas horas junto
a ella. Y en el cumpleaños de su hermana. Sintió cómo en pedazos se iba
desgarrando su corazón al recordar la última vez que vio sus ojos oscuros y
expresivos. Un sentimiento de culpa impresionante que el tiempo habrá de
encapsular… Algunas veces bastan nueve
años para entender que la muerte no sabe de miradas, ni respeta edades.
El mazapán esta vez no sería para Leonor, sino para un ataúd. Leonor
entendería. El pequeño Maclovio sollozaba frente a los restos de su mejor
amiga, tal vez la única. La vida le daba a entender en un revoltijo de
emociones que nunca ha sido fácil, menos en Bahía de Banderas, muchos menos ya
en San Juan de abajo. Sin embargo, arrodillado ante un féretero al que no quiso
mirar, había un sentimiento de confianza, algo que le daba una tranquilidad
inexplicable: la tierna mano de Leonor apoyada sobre su hombro.
Siguió el ciclo escolar y los mazapanes sobre el mesabanco de Leonor; las
pláticas de media hora en el recreo acerca de Armida y cómo se hicieron amigos;
los desayunos compartidos; los domingos en el malecón entre payasos, ocasos,
aguas de tuba, duros con salsa y mazapanes. Siguió así hasta diciembre.
Llegó el último día de clases ante las vacaciones decembrinas y Leonor tenía
que ir con sus padres a Arandas a pasar las fiestas. Antes de despedirse,
Maclovio prometió a Leonor trabajar junto a su padre llevando camarones o lo
que pescara al mercado del mar para comprarle más mazapanes y entregárselos al
reanudarse el ciclo en enero. Y así fue. Durante casi un mes, Maclovio no dejó
ni un solo instante de pensar en ella. Era el motivo de su despertar temprano y
el mismo de su insomnio; sus ganas de ir al río a buscar algo qué vender los
domingos antes de ir a los arcos del malecón; era su alfa y omega; era su todo.
Pasó la Navidad y el año nuevo, pasó también el día de reyes y regresó el ciclo
escolar. La mañana de lunes de reinicio de clases al fin llegó. Despertarse muy
temprano, peinarse muy bien, unas gotas de loción robadas a su padre y unos
nervios tremendos. Revisar cinco o seis veces la mochila, asegurando que
estuviera en ella la caja con treinta mazapanes para Leonor. Otra vez el hueco
en el estómago. Otra vez el vuelco en pecho…
El timbre de la escuela anunció las ocho y la formación para honores a la
bandera. Y Leonor no llegó. El Himno Nacional y el juramento… y Leonor no llegó.
Ese hueco en el estómago y ese vuelco en el pecho… Las clases comenzaron y el
mesabanco de Leonor no tuvo su presencia.
Su ángel no asistió a clases en toda la semana. El viernes al finalizar el
horario escolar, decidió ir a casa de don Amador, abuelo de la niña, para
preguntar acerca del querube. El anciano, al ver su preocupación no halló mas
que decirle la verdad por más dura que fuese. Leonor después de las fiestas
navideñas en Arandas, regresó a Tenesí. Sus padres sólo estuvieron en San Juan
de Abajo mientras duró el papeleo de la herencia que les había dejado su compadre, don
Ernesto, hijo de un famoso sobreviviente a la guerra cristera, que después de
robar tanto oro fue a refugiarse a aquel pueblo de Nayarit. Maclovio no lo pudo
creer gritando que habían prometido regresar el domingo al malecón de Puerto
Vallarta, incluso le mostró la caja de mazapanes. Don amador como pudo trató de
consolarlo. Pero no había consuelo que bastara para alguien que en menos de
tres meses había sido golpeado macabramente por la vida perdiendo a su única
amiga y a su único amor.
Hoy ha pasado el tiempo y todos los domingos en los arcos del malecón de Puerto
Vallarta, se ve a un joven solitario con la piel dorada típica del pescador, con
la mirada esperanzada del reencuentro inminente, sentado en los escalones del
pequeño teatro, observando a la multitud y no a los payasos y mimos. Lleva en
sus manos un vaso de agua de tuba y una caja de mazapanes con un moño. Y
siempre al horario del ocaso, cuando el sol se pone y forma mil colores y
dibujos entre el azul de la superficie del Pacífico y el dorado de las nubes en
el horizonte, saca un mazapán de esa caja y lo arroja al mar.
Texto: Jesús Cáñez.
Imagen:Google.
Sígueme en Twitter @HijoDeTinTan
Texto: Jesús Cáñez.
Imagen:Google.
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Muchas felicidades, quedo como debio haber quedado...
ResponderEliminarSaludos
Ricardo Guerrero
me enkanto!!!!
ResponderEliminartu muy bn... saluditos.
jael Alanis.
Pwrdoneme pero ahora si se la recontramamo comparrito… chingonada de cuento
ResponderEliminarEXCELENTE CUENTO MI ESTIMADO CAÑES ME ENCANTO
ResponderEliminarkiroshy garcia
En serio me gustó mucho, fue muy bonito.
ResponderEliminarJuan Alcantar