miércoles, 2 de octubre de 2013

Mazapanes



La vida nunca ha sido fácil en Bahía de Banderas, menos en San Juan de Abajo. Se necesita siempre de la lluvia, decía el mayor de los Clemente. Aunque no como la que dejó el año pasado el huracán, exponía.


Para sobrevivir, el padre de Maclovio tenía que ir diariamente al Río Ameca a pescar camarones, los cuales vendía los domingos en el mercado del mar en Puerto Vallarta. Pretexto mínimo que buscaba Maclovio a sus tiernos nueve años para sentarse en el pequeño teatro de los arcos del malecón a ver los payasos. Después de todo, en 2003 alcanzaba con una moneda de diez pesos para una refrescante agua de tuba y unos duros de harina con salsa. Bendita infancia transcurrida en las calles sin pavimentar, rodeadas por esas casas de adobe pintado de blanco y adornadas de tejas. Bendita infancia en el sencillo camino de palmas cocoteras hacia la escuela. Bendita infancia que no le permitía concebir que la vida nunca ha sido fácil en Bahía de Banderas, menos en San Juan de Abajo, Nayarit.



La luz rayaba la clase de historia, la primera de aquel lunes veintisiete de septiembre cuando la vida de Maclovio Clemente cambiaría drásticamente al abrirse la puerta del salón. Por el fallecimiento del ilustre don Ernesto, su ahijada, de padres mexicanos de los Altos de Jalisco y nacida en Estados Unidos, llegó a parar a la Héroes de Nacozari. Era la viva imagen de un querubín: dorados caireles hasta los hombros, pómulos pálidos como papel, rosados labios de infancia pura y ojos azules como amanecer marítimo en solsticio invernal. Un ángel de nombre Leonor.
Después de su breve presentación, fue situada en el mesabanco de la izquierda en contraesquina de él. Lugar perfecto para admirar la nívea piel del ángel recién llegado de Tenesí bajo la mirada celosa de Armida, la mejor amiga de Maclovio. Esa mirada que tienen los niños cuando quieren el juguete de otro. O la que aparece elocuentemente cuando alguien roba su atención.
El día académico concluyó. Al llegar a casa, el niño se encerró en su cuarto. Tres llamadas a comer por parte de su madre no bastaron. Y cómo, si lo único que pensaba, comía, bebía y respiraba llevaba por nombre Leonor. Era muy grande ese hueco en el estómago y ese vuelco en el pecho para entender que era amor. Fue tanto su embeleso que ni siquiera esa noche salió a jugar a las traes con Armida, quien nuevamente sentía en su interior ese recelo de niño abandonado, esa tristeza que sólo una mirada de infante puede describir.

Fue hasta la segunda semana de octubre cuando accidentalmente le dirigió la palabra. O mejor dicho, ella a él. En la hora del receso Maclovio advirtió que había olvidado los cinco pesos para su desayuno. El columpio de la escuela bajo el inclemente sol nayarita dejó de balancearse cuando ella venía a su encuentro. La hija del heredero de don Ernesto invitó al niño una gordita y un jugo de manzana. Pudo más el hambre que la vergüenza y aceptó gustoso el banquete de la hora del recreo. Un caballero no debe de desairar a una dama, alguna vez había escuchado. El inicio perfecto que por circunstancias del destino o del amor, él no se atrevió a afrontar.
La mañana siguiente, Maclovio llegó temprano a la primaria para dejar su dulce favorito, un mazapán, en el mesabanco de Leonor. Y los días sucesivos. 
Siempre bajo la expresiva mirada de la ya solitaria Armida, los desayunos transcurrieron a la hora del recreo .Los mazapanes y las pláticas de media hora con Leonor, donde supo que vivía en la casa de don Amador, abuelo de la pequeña, a tres cuadras de la suya, afianzaban el amor y la amistad de la pureza de la infancia.

Un mediodía de domingo, Armida apareció en su casa para invitarlo por el cumpleaños de su hermana a las playas de Bucerías. Maclovio se negó. Apenado pidió disculpas, pero iba a ir al malecón de Puerto Vallarta con la familia de Leonor a ver los payasos. Incluso ya había comprado un mazapán. Armida, más sentida que molesta, desencajando nuevamente el brillo de sus ojos como quien ve perdida su pertenencia más valiosa, se fue sin decir más a celebrar el cumpleaños de su hermana. No era necesario decir más, sus ojos expresaron lo que las palabras nunca podrían hacer.
La tarde transcurrió en Vallarta conel oleaje pegando y rompiendo en el malecón, el ocaso vistiendo de colores el cielo al horizonte del Pacífico, las risas causadas por los mimos y payasos, los duros de harina con salsa, las aguas de tuba y las envolturas con migajas de mazapán.

El mazapán ya estaba en el mesabanco de Leonor cuando la clase de historia del lunes empezó con la ausencia de Armida. Mañana no habrá clases, sentenció temblando la maestra con la voz entrecortada, su compañera Armida González, dijo, rompiendo en llanto, falleció ahogada ayer en las playas de Bucerías, iremos en el camión de la escuela al funeral, remató tratando de contener el aliento. Maclovio sintió que el alma se le iba del cuerpo, con dos sollozos no pudo contener más la laguna de lágrimas que empapó su rostro. Otro vuelco en el pecho. Otro hueco en el estómago. Un vacío por no pasar sus últimas horas junto a ella. Y en el cumpleaños de su hermana. Sintió cómo en pedazos se iba desgarrando su corazón al recordar la última vez que vio sus ojos oscuros y expresivos. Un sentimiento de culpa impresionante que el tiempo habrá de encapsular…  Algunas veces bastan nueve años para entender que la muerte no sabe de miradas, ni respeta edades.

El mazapán esta vez no sería para Leonor, sino para un ataúd. Leonor entendería. El pequeño Maclovio sollozaba frente a los restos de su mejor amiga, tal vez la única. La vida le daba a entender en un revoltijo de emociones que nunca ha sido fácil, menos en Bahía de Banderas, muchos menos ya en San Juan de abajo. Sin embargo, arrodillado ante un féretero al que no quiso mirar, había un sentimiento de confianza, algo que le daba una tranquilidad inexplicable: la tierna mano de Leonor apoyada sobre su hombro.


Siguió el ciclo escolar y los mazapanes sobre el mesabanco de Leonor; las pláticas de media hora en el recreo acerca de Armida y cómo se hicieron amigos; los desayunos compartidos; los domingos en el malecón entre payasos, ocasos, aguas de tuba, duros con salsa y mazapanes. Siguió así hasta diciembre.

Llegó el último día de clases ante las vacaciones decembrinas y Leonor tenía que ir con sus padres a Arandas a pasar las fiestas. Antes de despedirse, Maclovio prometió a Leonor trabajar junto a su padre llevando camarones o lo que pescara al mercado del mar para comprarle más mazapanes y entregárselos al reanudarse el ciclo en enero. Y así fue. Durante casi un mes, Maclovio no dejó ni un solo instante de pensar en ella. Era el motivo de su despertar temprano y el mismo de su insomnio; sus ganas de ir al río a buscar algo qué vender los domingos antes de ir a los arcos del malecón; era su alfa y omega; era su todo.


Pasó la Navidad y el año nuevo, pasó también el día de reyes y regresó el ciclo escolar. La mañana de lunes de reinicio de clases al fin llegó. Despertarse muy temprano, peinarse muy bien, unas gotas de loción robadas a su padre y unos nervios tremendos. Revisar cinco o seis veces la mochila, asegurando que estuviera en ella la caja con treinta mazapanes para Leonor. Otra vez el hueco en el estómago. Otra vez el vuelco en pecho…
El timbre de la escuela anunció las ocho y la formación para honores a la bandera. Y Leonor no llegó. El Himno Nacional y el juramento… y Leonor no llegó. Ese hueco en el estómago y ese vuelco en el pecho… Las clases comenzaron y el mesabanco de Leonor no tuvo su presencia.
Su ángel no asistió a clases en toda la semana. El viernes al finalizar el horario escolar, decidió ir a casa de don Amador, abuelo de la niña, para preguntar acerca del querube. El anciano, al ver su preocupación no halló mas que decirle la verdad por más dura que fuese. Leonor después de las fiestas navideñas en Arandas, regresó a Tenesí. Sus padres sólo estuvieron en San Juan de Abajo mientras duró el papeleo de la herencia que les había dejado su compadre, don Ernesto, hijo de un famoso sobreviviente a la guerra cristera, que después de robar tanto oro fue a refugiarse a aquel pueblo de Nayarit. Maclovio no lo pudo creer gritando que habían prometido regresar el domingo al malecón de Puerto Vallarta, incluso le mostró la caja de mazapanes. Don amador como pudo trató de consolarlo. Pero no había consuelo que bastara para alguien que en menos de tres meses había sido golpeado macabramente por la vida perdiendo a su única amiga y a su único amor.

Hoy ha pasado el tiempo y todos los domingos en los arcos del malecón de Puerto Vallarta, se ve a un joven solitario con la piel dorada típica del pescador, con la mirada esperanzada del reencuentro inminente, sentado en los escalones del pequeño teatro, observando a la multitud y no a los payasos y mimos. Lleva en sus manos un vaso de agua de tuba y una caja de mazapanes con un moño. Y siempre al horario del ocaso, cuando el sol se pone y forma mil colores y dibujos entre el azul de la superficie del Pacífico y el dorado de las nubes en el horizonte, saca un mazapán de esa caja y lo arroja al mar.


Texto: Jesús Cáñez.
Imagen:Google.
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5 comentarios:

  1. Muchas felicidades, quedo como debio haber quedado...

    Saludos

    Ricardo Guerrero

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  2. me enkanto!!!!

    tu muy bn... saluditos.

    jael Alanis.

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  3. Pwrdoneme pero ahora si se la recontramamo comparrito… chingonada de cuento

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  4. EXCELENTE CUENTO MI ESTIMADO CAÑES ME ENCANTO

    kiroshy garcia

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  5. En serio me gustó mucho, fue muy bonito.

    Juan Alcantar

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