El Día de muertos es una
tradición mestiza llena de misticismo y simbolismo, una alegoría a la celebración
de la vida por medio de la evocación que no permite que se extinga ese recuerdo
de nuestros seres queridos; conocemos que en el altar las ofrendas no son
colocadas al a'i se va, sino que cada una de ellas –bueno, la mayoría
pues’ombeee- tiene su razón específica de ser en ese homenaje a todos aquellos
que se han adelantado hacia la patria eterna. De este modo sabemos que según la
tradición los cuatro elementos de la naturaleza tienen que estar representados
en nuestra ofrenda, siendo el papel picado, la fruta y comida, el agua y las
veladoras el aire, la tierra, el agua –woah- y el fuego respectivamente; el
incienso aleja a los malos espíritus; etcétera, etcétera, etcétera, etcétera,
etc…
Un imprescindible elemento que destaca por su aroma y color en cada dedicatoria y fiesta alusiva a los difuntos es la flor de Cempasúchil, misma que desde tiempos precolombinos y debido a sus tonalidades que van del amarillo al naranja se le ha asociado al sol y a sus rayos. Pero no pienses tampoco que nomás se pone porque se ve bonita, nel. La función que cumple el Cempohualxochitl (veinte flor en náhuatl) en la ornamentación de los altares y tumbas cada noviembre es la de crear senderos con sus pétalos o colocando las flores completas para guiar a las almas a su destino en el plano terrenal -¿te acuerdas del puente en Coco? Pos así merengues-.
Esta planta que florece en México después de la temporada de lluvias tiene en
nuestro país 35 de las 58 especies que existen en América y en una de esas
podrían ser más altas que un alux, ya que sus tallos llegan a crecer hasta el
metro de altura. Además de ser el sendero que encamina a las almas de los
finados, la flor de muerto como también se le conoce tiene otros usos, pues se
utiliza como colorante en textiles; inclusive al día de hoy en algunas
comunidades se sigue utilizando como remedio para problemas estomacales y de la
piel justo como la utilizaban nuestros antepasados mexicas, para quienes
también era un símbolo de la vida y la muerte; y es exactamente en este
simbolismo que llegamos a lo que te quiero contar: la leyenda de la flor de
Cempasúchil. Ponte cómodo, ahí te baila.
Dicen los que dicen que saben que hace hartos años en cierta comunidad azteca había una muchachona de nombre Xóchitl quien tenía un amiguito llamado Huitzilin (cuyos nombres significan en español flor y colibrí, respectivamente). Desde muy corta edad compartieron gustosos los paseos en su pueblo mientras iban creciendo en estatura y en cariño el uno al otro. Muchas de sus caminatas terminaban en la montaña dedicada al dios mexica del sol, Tonatiuh, donde observaban cómo el astro rey se iba desvaneciendo en el ocaso en lontananza mientras le llevaban flores como ofrenda. ‘Ira, ya te tengo suspirando: “¡Ay, qué romántico!”
La leyenda continúa con esta
linda pareja creciendo entre paseos y encariñándose más y más hasta que sucedió
lo inevitable: fueron flechados por Xochiquetzal y Xochipilli -ah, chinga, no,
pérate, flechados no, ni que fueran cupido. Bueno el caso es el mismo, tú me
entiendes-. Su afecto era tan grande y tan puro que en otra de sus excursiones
se juraron amor eterno en la montaña de Tonatiuh, y no sólo en esta vida sino
que juraron amarse, incluso, más allá de la muerte.
Pero un mal día estalló la guerra y Huitzilin, hombre fuerte, braga’o y
decidido, se vio en la necesidad de participar de la defensa de su pueblo como
el buen guerrero que era. El tiempo pasaba y Xóchitl no recibía noticia alguna
del paradero de su amoroso compañero hasta que el trágico destino dispuso que
su alma fuera llamada al Tonatiuhuican, que según la cosmovisión mexica es el
lugar donde descansan los aztecas muertos en combate, en el que después de
cierto tiempo podían ser convertidos en colibríes u otro tipo de ave.
Xóchitl quedó con el corazoncito
deshecho y en su congoja resolvió apartarse de todo. Triste, ojerosa, cansada y
sin ilusiones, las pocas veces que se dejaba ver se encontraba peor. Más
delgada y débil juntó todas sus fuerzas y emprendió el camino hacia la montaña
de Tonatiuh. Al llegar le comunicó su penar al dios del sol pidiéndole que
terminara con su dolor y la reuniera con su valeroso amante. La divinidad,
agradecida por las regulares ofrendas de la pareja y enternecida en su
corasound, quiso cumplir el deseo de la muchachona y enviando sus soleados
rayos hacia ella la convirtió en una hermosa flor del color de la luz que la
envolvió.
Por un tiempo la flor permaneció
cerrada, hasta que un buen día el dichoso destino dispuso que un colibrí se
posara sobre ella. Al momento en que el ave reposó sobre el centro de la flor,
la misma se abrió dejando ver sus veinte pétalos y desprendió su fragancia al
aire. Así, se cumplió la disposición de Tonatiuh y el deseo de la pareja, pues
mientras en los campos existan flores de Cempasúchil y colibríes también exisitrá
el amor eterno de Xóchitl y Huitzilin.
Texto: Jesús Cáñez
Imágenes: Nefthali Flores / Google Images
Video: Cempasúchil - Monsieur Periné/ YouTube
@ochosieteuno_